Benjamín Labatut: Mi escritura es esclava de misterios que ni yo entiendo

Recién aterrizado en Buenos Aires desde Santiago de Chile, donde vive desde los catorce años, Benjamín Labatut (que nació en Rotterdam en 1980) pide un café negro luego de la entrevista para “despejar” la cabeza. Es que el escritor chileno, uno de los invitados extranjeros del Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, que empieza este jueves y sigue hasta el domingo en distintas sedes porteñas, habla con tal pasión de sus obsesiones literarias y extraliterarias que parece extenuado cuando concluye la charla.

Después del magnífico libro Un verdor terrible, convertido en fenómeno editorial y traducido a más de treinta idiomas, Labatut volvió a incursionar en la relación entre ciencia y literatura en Maniac (también publicado por Anagrama). Son dos mundos que lo fascinan y a los que vuelve dispuesto a hacer descubrimientos, como si él mismo fuera un científico. “Creo que parte de mis obsesiones y de mis defectos es perseguir una cierta epifanía”, dice muy serio en esta tarde de primavera en la terraza de la librería palermitana Eterna Cadencia.

Maniac, de Benjamín Labatut (Anagrama; $32.500)

Aunque algunos críticos insisten en definir el libro como una novela, al autor esa categoría no lo convence. En Maniac confluyen distintos géneros: hay ficción, sí, y también ensayo, historia, datos científicos. “Lo llaman novela, pero a mí no me gusta y trato de evitarlo. Más allá de los géneros, creo que los libros (por lo menos los que me gustan a mí) tienen una forma fundamental: todos aspiran al laberinto. Borges lo dejó más claro que nadie: su forma esencial es el laberinto. Entonces, este libro y los míos en general aspiran a que uno se pierda en ese laberinto tanto desde la escritura como en las puertas que abro al lector cuando les presento las historias. Si tú quieres cazar fantasmas, que es a lo que me parece que aspiran los libros, la forma natural es esa”.

Admirador fanático de la cineasta Lucrecia Martel, Labatut va a compartir una charla con la directora de Zama mañana en el Malba. La conoció en Santiago, en un evento público, al que se acercó tímidamente con algunos de sus libros bajo el brazo. Se los regaló y le dejó su dirección de correo. Al poco tiempo, Martel le escribió y le dijo que quería conocerlo. Así nació una amistad a la distancia que alimentan con encuentros de este y del otro lado de la Cordillera. “Tuve la suerte de conocerla. Es una de mis ídolas absolutas. Tiene una sensibilidad única. Su trabajo está muy alejado de lo que yo hago, me resulta completamente ajeno y, sin embargo, los dos tenemos obsesiones compartidas. Hay una especie de intuición compartida, como si fuésemos dos personas que perdieron la fe en el mismo Dios. Sentirme amigo de ella es uno de los mayores regalos que me ha dado la literatura”, cuenta con entusiasmo.

Benjamín Labatut: «Me interesan los libros que aspiran al laberinto»Juana Goėmez

–Uno de los temas de la charla con Martel es el proceso creativo de cada uno: vos, en la literatura, y ella, en el cine. ¿Qué decisiones tomaste en este último trabajo para lograr la forma laberíntica que tiene el libro?

–Le dedico mucho tiempo y mucha cabeza a tratar de encontrar cuál es la forma que tiene un relato que quiero contar. Y eso pasa por identificar su esencia, ya que la forma corresponde a la esencia. Yo no sé en qué minuto eso se volvió para mí una especie de máxima. Partí de materiales de investigación que fueron tomando forma. Hay veces que hay muy poca información con respecto a algo que me interesa y ahí tengo que aumentar la cuota de ficción; hay otros momentos en que la complejidad de una idea requiere un tratamiento, una cierta voz, una perspectiva. Creo que parte de mis obsesiones y de mis defectos es perseguir esa epifanía. Cada capítulo está centrado alrededor de una idea, un descubrimiento, algo que hay que desentrañar; entonces, la forma, el tono, la voz está a servicio de eso. Es una escritura esclava de grandes misterios que ni yo entiendo. Cuando uno trabaja de esa forma, siento que la literatura se vivifica.

–¿Entonces primero apareció la forma y luego, el relato?

–Yo no me pierdo mucho en mi escritura. Pero me gusta más que cualquier otra cosa encontrar materiales que ya vienen “precocinados” y buscarles la forma.

–¿Por eso incluís biografías de los personajes reales y hasta anotaciones de sus descubrimientos?

–Por ejemplo, si hay un párrafo de un paper científico que es curiosamente hermoso; si hay cartas donde alguien describe algo (puede ser banal o profundo). Trabajo mucho con esos materiales. Para mí, escribir es descubrir, encontrar más que crear. Y muy de vez en cuando suelto, por así decirlo, el control y le doy más espacio a la imaginación. Es como si hubiese términos en una ecuación que se pueden resolver bastante bien pensando con la razón y otros que requieren delirio.

–Hablás de creación, de delirio, y en el libro está presente la cuestión de la locura: ¿hay que estar un poco demente para concretar grandes descubrimientos como los científicos que aparecen en Maniac? Paul Ehrenfest, por ejemplo, que mató a su hijo y se suicidó.

Siempre he tenido una fascinación profunda por el tema de la locura, que revela un mundo mucho más grande del que cotidianamente estamos dispuestos a aceptar. Un escritor argentino, Néstor Sánchez, dijo: “La verdad y la locura son síntomas de la misma enfermedad”. Para mí, la literatura es una de las formas de esa enfermedad. Creo que hay aspectos muy oscuros del mundo y de nosotros mismos a los que no nos atrevemos a ver. El delirio tiene que ver más con el ejercicio desatado de nuestras capacidades. Todos hacemos esfuerzos inconscientes gigantescos por suprimir el reactor nuclear que llevamos en la cabeza. Es como si un dios salvaje habitara nuestra cabeza. Pero no solamente para los grandes descubrimientos se requieren dosis de descontrol; también para algo cotidiano, para el amor, para entregarse a cualquier cosa con pasión. Lo que ocurre, tanto en la ciencia como en la literatura, tanto en un Einstein como en un Borges, es una especie de equilibrio maravilloso entre entregarse y retener esas dos pulsiones: la razón sin locura es muy peligrosa y lo mismo, la locura sin razón. Sin ambas cosas podemos descarrilar en algún momento.

–¿Por qué elegiste contar las historias de un personaje tan particular como John von Neumann, “el hombre más inteligente del siglo XX”?

Hay pocas experiencias más gratificantes y, al mismo tiempo, más aterrorizantes que de pronto toparse con algo enorme que te excede, que excede tu capacidad de raciocinio, tu capacidad de procesar algo que expande tu noción de la realidad del mundo. Y eso es lo que ocurre en los grandes momentos de descubrimientos científicos y, también, puede ocurrir en las artes.

–Incluís también en un capítulo la cuestión de la inteligencia artificial a través de una supercomputadora que juega al go. ¿Qué te atrae de este tema tan actual como controvertido?

–La razón por la cual me fascinó y me sigue interesando la inteligencia artificial es porque es, en un sentido estricto, una maravilla, una especie de milagro. Pero lo milagroso es muy peligroso, en el sentido de que es como una magia; no sabemos por qué funciona, nadie sabe por qué funciona. Me obsesiona que ni los creadores de la IA sepan qué sucede detrás de esos algoritmos. Lo triste de estas cosas es que a veces el ser humano descubre algo increíble y luego se dedica a hacer pavadas con lo que descubre. Las aplicaciones de la tecnología requieren genios para su creación, pero sobre todo para su aplicación: por ejemplo, la cámara requiere de una mirada detrás, cualquier invento requiere un artista que lo vuelva maravilloso. Para los propios científicos que la han creado, la inteligencia artificial es un misterio. Hemos exteriorizado una parte de nuestra razón, pero no sabemos por qué funciona. Ahí uno entra en un terreno medio pantanoso y esa es la razón por la cual estamos teniendo un ataque de pánico colectivo.

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