Hay preguntas que definen una época.
La cólera, la irascibilidad constante, ¿proyectan una propiedad orgánica, central, constitutiva de la personalidad psicológica del Presidente? ¿O habrá de suponerse que se trata de un comediante que exprime, como no ha habido otro en nuestra política, las habilidades histriónicas de enfurecerse, a un punto que habría envidiado sir John Gielgud, el gran trágico inglés de memorables papeles shakespereanos?
Anteanoche, en el Congreso, Milei fue en las formas más ángel que diablo, seguramente por el corsé que viste en algunas ocasiones y tan bien observó Carlos Roberts, en su columna del anteayer en LA NACION. Nadie, sin embargo, hurgue en los archivos en busca de un discurso presidencial más provocador en la sustancia contra la mayoría de los legisladores que lo escuchaban paralizados por el estupor. No lo encontrará. Fue también el discurso más franco, de crudeza excepcional, que esperaron generaciones de argentinos para que alguien les dijera, desde ese sitial, que la Argentina ha sido trasegada por políticas corruptas, ineficientes y sin sentido.
Al margen de esta sesión de apertura del período legislativo, los voltajes de procacidad en el lenguaje político argentino han aumentado a niveles sin precedentes en el pasado y el Presidente se ha llevado las palmas por sus caudalosas contribuciones a ese fenómeno. Nadie podría, con todo, quejarse de que se haya vulnerado estos meses una supuesta limpidez del historial vernáculo en tan delicado capítulo.
Había desde antes manchas por todos lados. Borges, en un artículo publicado en Sur en 1933, y reproducido más tarde en Historia de la Eternidad, se despachó sobre el arte de injuriar. Lo hizo por el lado de los meros pensamientos: “El hombre de Corrientes y Esmeralda -dijo- adivina la misma profesión en la madre de todos”.
La lengua de los argentinos se ha ensuciado más y más en las últimas décadas. En escuelas, universidades, redes sociales, familias. Madres, abuelas y maestras recriminaban en su tiempo a los chicos por hablar “como carreros”.
Ignorábamos bastante sobre cómo hablaban los carreros, aunque lo imaginábamos, con la fértil fantasía de la infancia. Ahora es notorio que hasta la prensa gráfica ha perdido por propia determinación, contagiada por hábitos sociales más elásticos que los de nuestros mayores, el viejo prurito de escribir las palabras malsonantes con solo la primera letra, seguida de puntos suspensivos en remedo de las letras censuradas. Además, desde hace largo tiempo, quien quiera esté dispuesto a oír radio y mirar televisión, y ni qué decir a navegar por las redes sociales, podrá sentirse al día sobre los términos escatológicos que enriquecen -¿enriquecen?- gradualmente la lengua que hablan y farfullan los argentinos. La novedad es el registro creciente de anglicismos que utilizan para injuriar.
En medio de este cuadro, el gobierno de Milei ha hecho por lo menos una manifestación de sensatez al prohibir en la administración pública el lenguaje inclusivo. Los falsos progresistas del kirchnerismo, que trabajaban poco y mal, pero adherían a cualquier dislate que sirviera a la ruptura de las convenciones establecidas, habían condenado al ostracismo el uso genérico del masculino que se halla en las tradiciones lingüísticas del español.
Pretendieron reemplazarlo por signos neutros (e, x, @), pero fue inútil. Desconocían que la lengua no se inventa por decreto de gobiernos, elucubraciones académicas, trasnochadas de algún intelectual o fantasías del Instituto Patria: es producto de una gestación popular legitimada por el uso, tanto en tiempo como en espacios territoriales razonablemente extendidos.
Si se tratara de un torneo futbolístico, en lugar de un cotejo de injurias, el presidente Javier Milei encabezaría la tabla de goleadores, justo él, que fue arquero. Cabe pensar que en la inconsciencia sobre la peculiaridad de su estilo, Milei tome como elogio lo que procura ser la anotación de fatiga por el cúmulo de interjecciones groseras que ha lanzado por sí o por la vía más cautelosa de adherir con un “me gusta” a tal o cual injuria disparada en las redes por sus epígonos.
Esa fatiga tempranera, para que lo comprenda, denota un estado de ánimo que podría traducirse más tarde en un hartazgo en sentido inverso, pero no menos rotundo, que el del voto popular del 19 de noviembre, el que lo instaló milagrosamente en el poder por hastío mayoritario con las políticas mafiosas y perversas que han llevado la Argentina a la ruina.
Es débil la ilusión de que un presidente de tan asombrosa personalidad, más apropiada al artillero que dispara cañones en la batalla antes que a la de un esgrimista y estratega de la política, cambie fácilmente de maneras. Anteanoche, por lo menos, pareció haberse entrenado unos días en la cuerda que vindicó Borges, al recordar las maravillas que hacía Samuel Johnson: “Su esposa, caballero -le espetó una vez al interlocutor-, con el pretexto de que trabaja en un lupanar vende géneros de contrabando”.
Milei, en otra línea, opta generalmente por el garrote, no por el florete. Más que el estilo del célebre ensayista inglés del siglo XVIII, Milei frecuenta el de Bette Davis. Fue la diva que en su tiempo vituperó de esta forma a Joan Crawford, otra gran figura de Hollywood, a quien detestaba: “Se ha acostado con todas las estrellas de la Metro, excepto con Lassie”.
Con menos indulgencia que los argentinos condescendientes con el estilo de Milei en el afán de que nada frustre una política económica indispensable de austeridad e inversiones destinada a acabar con la inviabilidad de la Argentina, Ortega y Gasset habría dictaminado a esta altura que los rasgos coléricos del presidente constituyen un caso perdido: “Hombre y figura, hasta la sepultura”. El filósofo español, gran colaborador de LA NACION en la primera parte del siglo XX, describió concienzudamente que el comportamiento, o carácter, no es más que el reflejo de la fisonomía interior de un ser, así como los ojos, la boca, la altura, y demás, se aúnan para definir, de modo casi irrevocable, la exteriorización física de cada individuo.
Si en estos meses, por reiteración apabullante de actos poco menos que automáticos ha quedado traslúcida, y desprovista de cualquier velo la personalidad de Milei, una segunda razón refuerza el argumento sobre la dificultad de que este se trasvista, de aquí en adelante, en un tipo de hombre más clásico en la política. Así las cosas, mantendremos sobre él la misma esperanza que expuso anteanoche de que “la casta” corregirá su visión de país.
¿Por qué Milei habría de cambiar cuando cuenta todavía con el aliento de una importante franja ciudadana que, sobrevaluando su estilo, cree que se trata de la personificación singular de un actor que juega con los efectos que espera de sus actitudes y palabras? Milei ha logrado en pocos años éxitos estruendosos tal como es: producto genuino de la calle hostil y de la cultura que configuró su personalidad en esa cincuentena de años que parecieran haber sido más agrios de lo común.
Milei no aparenta nada; es como es, acaso con algo de candor infantil y con la inteligencia para el razonamiento económico que destacan quienes han hecho una carrera profesional a su lado. Estos hacen la salvedad de que los intereses mentales del actual presidente rara vez iban más allá de los encantos que percibía en la complejidad de las cuestiones económicas y financieras.
Milei ha triunfado hasta aquí no solo por haberse subido a una ola de reclamos generales contra la casta de políticos, sindicalistas y piqueteros que han trapicheado años y años negocios sucios a costa del resto de la sociedad. También porque lo ha hecho merced al shock de perplejidad que ha provocado con la dimensión, fuera de manuales, de sus rasgos excéntricos de poseído y de un perfil personal de fuerte espiritualidad, trazado a brocha gorda, lejos de las cuidadosas líneas y los matices sutiles a que propenden los pinceles de paleta.
Se ha abierto paso a los gritos, sin medir en desafueros que han sido esenciales, aunque resulte insólito, tanto para llevarlo al triunfo del 19 de noviembre, como para convertirlo, oh, sí, en figura de atracción mundial. No olvidemos el contexto: Milei ha irrumpido en un ciclo de desvalorización creciente de la democracia en la sociedad: más del 67 por ciento de los argentinos han contestado en una encuesta internacional publicada por LA NACION esta semana que la democracia tiene cuentas para saldar con ellos.
¿Por qué, entonces, Milei habría de enmendarse, a menos que en algún momento percibiera el vahído del abismo, si la amplísima mayoría de ciudadanos que lo votó se mantiene aun relativamente estable, y en muchos casos eufórica, a pesar de políticas que soliviantan gravemente a otra gran franja del país?
Difícil pedir, pues, a Milei que abandone, si es que eso fuera humanamente posible, la pulsión hacia la ofuscación furibunda que solo abandona cuando se prepara especialmente para anularla, como anteanoche. Difícil que baje los altos decibeles y descienda a escribir sobre los adversarios epitafios como los que un Borges aún veinteañero satirizaba a los congéneres. Ese arte de injuriar se reflejaba en plenitud en líneas publicadas sin firma en la revista Proa y atribuidas a Borges por sus cofrades. Iban en desmedro, por caso, de quien sería miembro de la Academia Argentina de Letras, destacado diplomático y figura eminente de la Argentina en su época:
Aquí yace
Jorge Max Rohde
Ya no xode
Más
Nada, por lo tanto, puede sorprender a un viejo cronista, pero eso no evita que la instalación consuetudinaria de un lenguaje más valedero de ámbitos vulgares que de las más altas instancias de la República lleve a preguntar por cuánto tiempo más puede sostenerse una línea de actuación verbal desenfrenada antes de que muchos otros terminen por emularla. Una tarde de 1959 o 1960, en tiempos en que los cronistas parlamentarios todavía ingresaban sin restricciones en medio de una sesión al recinto de la Cámara de Diputados, este cronista conversaba animadamente con Arturo Mathov, legislador porteño.
Mathov ocupaba un sitial en la fila del bloque de diputados de la UCR del Pueblo más próxima a la presidencia del cuerpo. Colgaba de sus labios un eterno cigarrillo; con cada colilla encendía el siguiente, y así, sin parar. Debía haber sido aquella una charla trivial, porque nada recuerdo de lo que hablábamos.
En esas circunstancias, pidió la palabra José Liceaga, “Pepe”, diputado por la UCRI y estanciero de Lobería que lo perdió todo por la política. Al oírlo, Mathov saltó como un resorte de la banca. Extendiendo hacia Liceaga el brazo que agitaría para enfatizar el oprobio, pronunció no menos de diez veces el vocablo maldito que ha amargado en los últimos meses la vida de Gerardo Morales, el exgobernador de Jujuy castigado en el discurso de Milei. “Usted es un c…”. “Usted es un c…”. “Usted es un c…”.
Liceaga, político de prosapia radical, fiel seguidor, en principio, del presidente Frondizi, estaba casado con Marisa Liceaga, la bella mujer envuelta por el escándalo, y también ella diputada nacional. Los Liceaga habían sido subyugados por las ideas desarrollistas de Rogelio Frigerio. Mathov aún lanzaba denuestos -en realidad, un escueto mantra, escalofriante- cuando los diputados de la UCRI, todos a una, avanzaron para silenciarlo. Tropezaron con la pared conciliatoria de los demás diputados de la UCR del Pueblo, armada alrededor de quien iba a ser destinatario de golpes por la ira generada.
El profesor Federico Fernández de Monjardín, hombre sobrio y bondadoso, de Luján, que vestía a la antigua y ejercía la presidencia de la Cámara, dispuso testar el epíteto irreproducible de la versión taquigráfica de la sesión. Se atuvo así a tradiciones inmemoriales en el Congreso. Lo que no logró es que perdurara en la borra del tiempo una sensación de amargura entre quienes asistieron a aquella intempestiva interrupción del debate por un diputado que solía interpretar los fuertes sentimientos antifrigeristas de la Armada.
Todavía a fines de los cincuenta los viejos taquígrafos del Congreso mentaban en rueda de café una brutalidad de parecida naturaleza lanzada por el senador Lisandro de la Torre, durante el famoso debate por la cuestión de las carnes, contra el ministro Federico Pinedo. De modo que no hay hoy en escena ninguna obra de pioneros en eso del insulto como arma destinada a lograr efectos políticos.
El kirchnerismo, con sus personajes tan propicios a la diatriba, dejó abonado el terreno tan resbaladizo sobre el que el Milei trabaja con llamativa persistencia, pero también aquellos carecieron de la perspicacia en el arte de injuriar con expresiones de alta gama, como las calificaría un vendedor de automóviles. Abundan en el mundo diccionarios con el alfabeto del oprobio. Entre las entradas de rigor, es infaltable el relato de que a punto de estrenar Pigmalion, en el Majestic Theater, de Londres, Bernard Shaw envió a Winston Churchill dos entradas. Llegaron a sus manos con la esquela que sigue: “Para que venga con un amigo, si es que lo tiene”.
A lo que el ilustre invitado contestó: “Me es imposible asistir la noche de apertura, pero iré a la segunda función, si la hay”.