El ensayista Alejandro Horowicz publicó «Lenin y Trotsky, los dragones de Marx», este 1 de marzo. El libro busca impulsar el debate sobre los procesos de transformación política bajo la última fase del capitalismo, desde una óptica socialista anclada en el siglo XXI. Pero no porque «todo tiempo pasado fue mejor» ni por amor al arte, sino porque considera que «si no transformamos radicalmente el mundo, el capitalismo puede amenazar la vida en el planeta».
En su nueva obra, editada por Crítica, el reconocido autor de «Los cuatro peronismos» se embarcó en la tarea de ahondar el detrás de escena de lo que cataloga la «derrota obrera y popular» que supuso el fracaso del socialismo en su versión soviética, y el desprestigio que acarrea la revolución pensada por Carlos Marx en la actualidad.
Según su planteo, es necesario revisar «con urgencia y con nuevos ojos» el «linaje de la revolución» socialista, la misma que fracasó frente al capitalismo cuyo garante personifica Estados Unidos a través de los atributos del estado nación, como el uso de la fuerza, y la amenaza de la destrucción total de las armas nucleares. «Es más factible imaginar el fin de toda la historia humana que el fin del capitalismo», escribió el periodista y doctor en Sociología en su nuevo libro que puede leerse como una continuación de «El huracán rojo. De Francia a Rusia 1789-1917».
«Sembré dragones y coseché pulgas», se lamentó Marx, según la cita Horowicz. Pero además aclara que tanto León Trotsky como Lenin quisieron ser y fueron dragones al animarse a discutir cómo dirigir un proceso de transformación radical. El escritor, por su parte, retoma el debate desde el siglo XXI, en el marco del continuo avance de la derecha en su versión más extrema, desafiando sin nostalgia y con preguntas nuevas el desprestigio que hoy asedia a la revolución como problema y la desconsideración que rodea a los pensadores revolucionarios. A tal nivel que desafía la cancelación que impera en aquellos que buscan tener una lectura crítica de ciertas ideas políticas.
Anticipo del libro «Lenin y Trotsky, los dragones de Marx»
«Por olvidadas callejuelas de París rondan los espectros de la revolución de 1789 y 1830; se cruzaron con los de 1848 y 1871 y todos juntos, a través de la perspectiva Nevsky, desembocaron tres décadas más tarde en Petrogrado. La Revolución de Octubre del 17 estalló turbulenta y ese impulso —junto con la bestial crisis del capitalismo, bajo la forma de guerra mundial con millones de víctimas— suscitó las luchas obreras que Europa sobrellevó hasta 1939.
«La fuerza de ese sueño conmueve, pero el movimiento contrarrevolucionario termina siendo victorioso; por eso hubo II Guerra Mundial, y la derecha con disciplinado apoyo universitario intenta —tras la caída del Muro de Berlín— borrar sus dramáticas marcas. Como si nada hubiera sucedido o, en todo caso, como si esa poderosa irrupción revolucionaria no mereciera mayores consideraciones analíticas; con la desaparición de la URSS en 1991 murió la revolución; y sin honores fúnebres la enterraron «definitivamente» junto al socialismo.
Alejandro Horowicz: «La deuda es un instrumento estratégico de disciplinamiento político»
«Exhumar entonces los debates que dio lugar la lucha socialista (como los que sostuvieran Vladímir Ilích Uliánov con Lev Davídovich Bronstein, más conocidos como Lenin y Trotsky, entre 1903 y 1917) termina siendo un asunto de eruditos trasnochados. Este trabajo rechaza tan melancólico abordaje. No solo por simplote y cómodo, sino porque vuelve inexplicable la historia de los siglos XIX y XX. Ese pasado despedazado arribaría a este presente sin historia, como pura distancia tecnológica; como si la máquina a vapor se abriera paso hasta el chip electrónico sin requerir radicales transformaciones sociales y políticas, dejando de advertir que todo lo que existe y está vivo abreva en esa enorme tradición caída. Desde los sindicatos hasta los partidos políticos, desde la jornada de ocho horas hasta el movimiento de mujeres, todo lo que se entiende por actividad política remite a la Revolución francesa o a sus consecuencias. Entonces, sin lucha revolucionaria, sin sus debates, la modernidad se disuelve en las vidrieras del mall, olvidando que este capi-talismo es hijo dilecto de esa peculiar derrota obrera y popular.
«Imposible entender la distancia que media entre un integrante de una comunidad precapitalista en descomposición y un citoyen sin la disruptiva presencia del mercado mundial; sin guerras campesinas, sin las batallas que permitieron transformar la igualdad teológica ante la muerte en igualdad jurídica ante la ley. Solo así la igualdad mercantil alcanza «la fuerza de un prejuicio popular», enseña el último Marx. Y quien menta batallas dice victorias, pero también derrotas que resisten la borradura del capital; resistencia que rehace los balances siempre provisorios del movimiento socialista.
«Como llagas fechadas, las fotos publicadas registran minuciosamente la destrucción de la Comuna de París.11 No es que no existan masacres anteriores, pero tanto la crueldad como la escala hacen la diferencia. La implacable sistematicidad con que la artillería francesa pulverizó los barrios populares atraviesa el tiempo. Y los sobrevivientes asesinados en los finales de mayo de 1871, frente a los restos humeantes de sus casas, cuentan esa terrible peripecia en la potente pluma de Louise Michel.
Alejandro Horowicz: «La casta política es un dato de la realidad, no un invento de Milei»
«Los mejores integrantes de la Primera Internacional, herederos testamentarios de esa formidable tradición revolucionaria, tuvieron que reaprender igual que nosotros: cuando se trata de conservar Souveränität, la burguesía como clase está dispuesta a todo; si le disputan la soberanía, no vacila, mata. Carl Schmitt lo dejó ferozmente en claro: «Soberano es quien puede ejercer el estado de excepción». Ese era/es el modo brutal de ejercerlo; y ese sigue siendo el secreto de toda dictadura burguesa: virar al terrorismo, imponer el estado de excepción sin ninguna con-templación legal. Cambian fechas y lugares, el método permanece. La eficacia punitiva resulta la única ley aceptada, tanto por la revolución como por la contrarrevolución. Todas las demás se guardan para mejor oportunidad. Conviene tenerlo presente: en la «civilizada» Francia o en la «bárbara» Sudamérica, el límite legal frente al «espectro rojo» no existe.
«La guerra civil se vuelve una lucha sin cuartel donde no se toman prisioneros y donde la palabra empeñada no vale. En boca de Chateaubriand: «En el fondo de estos diversos sistemas, descansa un remedio heroico, confesado o sobreentendido; solo se duda del momento de ponerlo en práctica: este remedio es matar». Esa es toda la verdad de la represión estatal: la impresentable trastienda de la ley queda revelada durante la faz paroxística de la lucha de clases. Y cada vez que los representantes políticos de la burguesía creyeron que debían reprimir, cada vez que el terror a perder sus «derechos» los puso en marcha, tanto en las colo-nias como en la metrópoli repitieron el consabido programa: masacrar hasta restablecer el orden. Esto es, bloquear mediante la violencia directa el deseo de transformar el orden existente, transmutándolo en miedo cerval. Al amo no se le discute nada, nunca, en parte alguna.
La larga agonía peronista
«Así como el derecho vigente reconoce que el Estado garantiza la propiedad privada de los medios de producción, aunque este modelo de propiedad transforme a la compacta mayoría en desposeídos, queda claro que no hay Estado sin terror sistemático. Sin un artefacto capaz de producir terror continuo, capilarmente introyectado, los niveles de desigualdad existentes resultan invivibles. Terror sólido en la trastienda del Estado (aparatos de inteligencia, sistema carcelario, profesionales de la violen-cia); terror líquido (sistema educativo, orden judicial, violencia patriarcal) en las marquesinas de la política; terror gaseoso (con-diciones de producción, reproducción y apropiación del conoci-miento) que naturaliza las crisis de cada formación social, responsabilizando de sus efectos a las víctimas. Con estos aparatos ideológicos, el Estado burgués asegura al capital que la Souverä-nität, capacidad de establecer o impedir el estado de excepción, siga en las mismas manos. Y que el intento de disputarla parezca sencillamente tan absurdo como suicida.
«La guerra atómica asume, por tanto, el carácter de decisión terrorista estratégica; la amenaza de muerte que la ley establece para cada uno de los integrantes de una sociedad por transgredirla, pierde toda especificidad; la continuidad de la historia (hombres y mujeres vivos) asume la forma de decisión terrorista unilateral. Estamos ante una terrible novedad histórica, perdimos el derecho a nuestra propia muerte. La muerte de la muerte contiene la buena nueva nuclear. El socialismo no puede vencer, la garantía terrorista para evitarlo incluye la guerra atómica. Organizada como decisión concentrada en una sola mano, si el capitalismo tambalea, «el representante político del capital global» —el presidente de los Estados Unidos— decide que los habitantes de este planeta no deben sobrevivir»…
CD CP